jueves, 20 de septiembre de 2007

La inquietud de la burguesía y las señales de la iglesia católica



Andrés Figueroa Cornejo


Juan Alsina, Miguel Woodward, Rafael Maroto, André Jarlán, son sólo algunos nombres de sacerdotes católicos que entregaron su vida a la causa popular en el Chile de la dictadura pinochetista. Con la mirada fija en el Cristo pobre, y la pasión liberadora de su mensaje, abandonaron la comodidad de las catedrales y optaron por la barriada dura del pueblo.
Este hecho –que convierte la ética cristiana en un ejercicio de generosidad insobornable- recorre toda América Latina.
Sin embargo, como suele ocurrir en una sociedad de clases, también existe una iglesia de los de arriba y otra de los de abajo. Hasta Dios tiene su reverso en una sociedad signada por desigualdades estructurales, y la dominación de una minoría que se hace de sus privilegios a costa de la explotación de una mayoría.

LA DEMOCRACIA CRISTIANA Y LA CUESTIÓN SOCIAL

Proveniente de un Partido Conservador integrista, culturalmente dinosáurico, y cuya riqueza y poder se formó mediante la explotación latifundista, en 1934 nació la Falange Nacional; un movimiento de notas ideológicas asociadas al desarrollismo, el paternalismo católico, la colaboración de clases y el anticomunismo.

23 años después, la generación joven de la Falange Nacional fundó el Partido Demócrata Cristiano. Nutrido políticamente por la Doctrina Social de la Iglesia y el Humanismo Cristiano, propuso convertirse en la “tercera vía” entre el capitalismo y el comunismo. Alentada por el Pentágono ante la victoria revolucionaria cubana y el avance atronador de la izquierda de impronta marxista, la DC chilena obtuvo el Ejecutivo en 1964, con Eduardo Frei como Presidente de la República. Durante su gobierno se “chilenizó” el Cobre ( a través de la propiedad mixta del mineral); se profundizó la reforma agraria inaugurada simbólicamente por la derecha en el gobierno anterior, sindicalizando amplios sectores del campesinado para actualizar el trabajo agrícola de acuerdo a los nuevos requerimientos del modo de producción capitalista; y se realizó una reforma educacional que amplió la cobertura escolar y democratizó parcialmente los gobiernos universitarios de entonces (presionado por un gran movimiento estudiantil que se hizo eco de reformas universitarias que ocurrieron sincrónicamente en distintas partes del mundo).

El objetivo central del gobierno freísta fue “modernizar” el país, inspirado en el llamado Estado de Bienestar, el keynesianismo, la humanización del capitalismo salvaje y la contención del movimiento popular constelado en los grandes partidos de masas de la izquierda. Presa de los fortísimos vientos de cambios pro socialistas de la época, sectores de la DC se desprendieron del partido hacia la izquierda; primero en 1969 con la fundación del Movimiento de Acción Popular Unitaria (MAPU); y luego en 1972 con la creación de la Izquierda Cristiana. Comandada por Patricio Aylwin, representante de los sectores más intransigentemente anticomunistas de la DC, el partido fue un facilitador inmejorable para generar las condiciones que se conjugaron para el golpe de Estado de 1973. Años después, el mismo Patricio Aylwin fue parte protagónica del pacto interburgués que propició el restablecimiento de la democracia de los de arriba, manteniendo incólume el modelo económico neoliberal impuesto a través de las armas por la Junta Militar, y administrado, consolidado y perfeccionado hasta hoy por la Concertación de Partidos por la Democracia.

A estas alturas, es una evidencia irrebatible que la Democracia Cristiana es, además de un partido burgués, la expresión política de la superestructura que conduce la Iglesia Católica en Chile.

UN DATO DE LA CAUSA

Durante la dictadura pinochetista la iglesia social funcionó como albergue de los familiares de las víctimas, y de las propias víctimas de las atrocidades que cometieron los agentes del Estado empeñados en destruir física y orgánicamente los destacamentos políticos del pueblo. Es innegable su aporte a la construcción de espacios de resistencia ante la brutal embestida represiva de la Junta Militar.

Mientras tanto, la otra iglesia cooperó con el régimen castrense, guardando un silencio oscuro o haciendo apología pública de la dictadura. Un caso emblemático es el del cura Raúl Hasbún.

Siempre en Chile, los sectores conservadores que han sostenido gran parte del quehacer y discurso eclesiástico han estado ligados, incluso sanguíneamente, a la clase en el poder. Esto ocurre desde el período colonial chileno.
LA IGLESIA ROMPE EL SILENCIO

A propósito de los últimos conflictos de los trabajadores del cobre y el petróleo ligados al subcontratismo (nuevo patrón de acumulación del capitalismo en Chile), y los escandalosos índices de desigualdad que aumentan progresivamente el descontento social expresado en las encuestas y en la paulatina reorganización del movimiento popular; después de 17 años del término de la dictadura, la Iglesia Católica -por arriba- se ha pronunciado sobre “la cuestión social”.

El Presidente de la Conferencia Episcopal, monseñor Alejandro Goic, llamó a los empresarios a pagar un “sueldo ético” a los trabajadores de $ 250 mil pesos mensuales. Actualmente, el ingreso mínimo mensual en Chile es de $115 mil pesos. Una familia promedio de 4 integrantes tiene un ingreso mensual per cápita de poco más de $ 30 mil pesos mensuales; es decir, cerca de 2 dólares diarios (lo que equivale a un kilo de pan). Alrededor de un 80 % de los chilenos gana un salario de menos de $ 150 mil pesos mensuales.

Monseñor Goic, acudiendo al sacerdote y santo jesuita Alberto Hurtado señaló que “la historia está llena de ejemplos de explotación del obrero, al cual se ha hecho trabajar largas jornadas, recibiendo en cambio salarios irrisorios.”
Alberto Hurtado es conocido por la fundación del Hogar de Cristo, que acoge a mendigos e indigentes por menos de un dólar diario. Y también por su trabajo en la formación de sindicatos católicos antisocialistas.

El jesuita Alberto Hurtado también se desempeñó como profesor en el Colegio San Ignacio, cuna de líderes de la Democracia Cristiana, como Gabriel Valdés y Jorge Lavanderos, e incluso de uno de los actuales titanes de la ultraderecha, el senador Pablo Longueira.

Por su parte, el religioso jesuita y director de la revista Mensaje, Antonio Delfau, recordó estos días a uno de los patriarcas de la Falange Nacional, monseñor Manuel Larraín, quien decía que “no basta combatir el comunismo; hay que quitar las causas que lo producen”. Delfau agregó que “lo de monseñor Goic se entronca con este catolicismo social chileno” y que “el sistema no funciona como debería funcionar en transparencia, en verdadero libre mercado, en ausencia de monopolios y de informaciones privilegiadas, de tráfico de influencias, de grupos de poder que piden privilegios que perjudican al resto”.

La convocatoria de Goic al empresariado, nace de la convicción de un eventual estallido social, del despliegue futuro del enfrentamiento de clases que hoy se manifiesta incidentalmente, pero que, de mantenerse el actual orden de cosas, amenaza de manera consistente la “paz social”, los intereses de la burguesía y los pilares del modelo. Naturalmente, la propuesta de Goic fue celebrada por la posible pre candidata presidencial demócrata cristiana, Soledad Alvear, quien planteó la necesidad de establecer un nuevo “pacto social” para enfrentar el tema.
Sin embargo, la derecha respondió al llamado del prelado desde la materia medular de su radicalismo patronal, prepotencia clásica, y sin disfraces. La senadora de la fascista UDI, Evelyn Matthei –hija del ex miembro de la Junta Militar, Fernando Matthei- señaló inmediatamente que el religioso simplemente “no sabe de economía”.

Por su lado, el multimillonario político derechista con mejores posibilidades en las encuestas para las presidenciales de finales de 2009, Sebastián Piñera, se apuró en aventurar la idea de que “el Estado subvencione a los privados” para el aumento remuneracional aconsejado por Goic, planteando oportunistamente, un “ingreso mínimo ético”. Estos dichos resultan de un populismo contradictorio, toda vez que la salida capitalista para la práctica de una fórmula así, tendría que sostenerse sobre el aumento significativo de los impuestos, iniciativa que el propio Piñera ha rechazado majaderamente. No obstante, la reacción de Piñera es coherente con la tesis central de Estado Subsidiario que implementó la dictadura, y que, en la grave crisis económica de los 80, salvó al diario El Mercurio y al sistema bancario de la quiebra, y privatizó amplios sectores de la educación, la salud y la administración de las pensiones. Es decir, un Estado burgués financiado por el plusvalor generado por la explotación de los trabajadores y el impuesto a las personas, al servicio directo de un empresariado cuestionado por los de abajo y hasta por su mala conciencia.

Sobre la marcha, una de las estrellas principales del empresariado chileno y miembro del reparto protagónico de la Confederación de la Producción y el Comercio (gremio más importante de los patrones), Eliodoro Matte Larraín, aseguró que “introducir en los trabajadores expectativas de mejoramiento sin considerar aspectos técnicos de productividad puede conducir a situaciones de violencia, con pésimas consecuencias”. Como si la pobreza y necesidades de la inmensa mayoría del pueblo -en un país de 16 millones de personas donde apenas 300 mil se llevan la friolera del 25 % del Producto Interno Bruto- fuera un asunto “psicológico”, de “expectativas”, de “deseos”, y no la condición objetiva en la que sobreviven. Y como si la violencia fuera una patología de los pobres, en un Chile donde, como botón de muestra, hacia fin de año se conmemoran los 100 años de la matanza de la Escuela Santa María de Iquique, que dejó un saldo de alrededor de 3 mil obreros salitreros asesinados por la fusilería estatal por el crimen de demandar mejores condiciones de trabajo.

UNA DEMANDA PUEDE GATILLAR UN PROYECTO PAÍS

Las recomendaciones de monseñor Goic sobre el “sueldo ético”, motivadas por las desigualdades profundas del país y la toma de debidas precauciones ante la formación del caldo de cultivo de eventuales estallidos sociales, ha provocado una mezcla de pavor histérico y prepotencia de clase en la burguesía y sus expresiones político partidistas. Bastó un conflicto estrictamente economicista de un sector de trabajadores del cobre y el subcontratismo, para que los poderosos mostraran su artillería dental. No es difícil imaginar lo que ocurrirá cuando el movimiento popular aumente su tonelaje social, reconstruya sus fuerzas y afine su puntería política.

La lucha necesaria para que el pueblo cuente con un salario que alcance para vivir, sin duda está a la orden del día. Es parte central de la actual coyuntura. La iglesia ha sido capaz de instalar la demanda por arriba, denunciando con puro sentido común una verdad “del porte de una catedral”. Y esta demanda, por sí sola, es capaz de reunir a amplios sectores populares, más allá de los propios trabajadores organizados.

Pero, sin duda, el problema no se origina, ni se sintetiza en una reivindicación salarial de formulaciones técnicas o populistas. Un modelo político y económico que ha transformado los derechos y relaciones sociales en nada más que mercancía, y al pueblo en mero consumidor y cartera de deudores, no puede sino provocar crispación social y descontento generalizado.

Naturalmente, en otro tipo de sociedad; una concentrada en el hombre más que en el capital; donde la educación, la salud, la vivienda, el trabajo y la previsión social, estuvieran garantizados por un orden político y económico profundamente democrático y donde las relaciones de producción del conjunto social promovieran la participación y la igualdad, no se estaría hoy discutiendo las cifras del sueldo mínimo. Sin embargo, cuando el factor salario es la única fuente de sobrevivencia en el complejo de la satisfacción de las necesidades humanas, este cobra una dimensión totalizante, unidireccional y dramática. No por accidente Chile cuenta con las tasas más elevadas de enfermedades mentales asociadas al trabajo y al temor de perderlo. No ha sido el azar lo que ha convertido a buena parte de los chilenos en personajes competitivos a cualquier precio, egotistas, víctimas del consumo irracional, divorciados de sus propias comunidades.

Otra vez, una demanda particular constela en sus potencias significativas la crisis material y de horizonte existencial de una sociedad de clases tan paradigmática como la chilena. Y nuevamente, a partir de una demanda particular, es posible convertir la lucha social en parte sustantiva de los proyectos individuales y colectivos que doten de sentido a todo un pueblo. Sin miedo y para ser felices.

Invierno de 2007

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