Andrés Figueroa Cornejo
Uno.
De acuerdo al informe de la
Asociación Civil La Casa del Encuentro, en Argentina el 2011 hubo 282
femicidios y 29 infanticidios.
Dos.
Claro que el miedo abunda
como peste sorda, primera línea de contención de los poderes. Claro que el niño
calla ante el martirio de la orden salida de un gigante cuya mano tiene la
dimensión de su rostro y la consistencia del padre autoritario o la madre que
imita al padre autoritario. Claro que la mujer calla, como calla el niño, ante
el mismo puño hecho de hueso tallado por el envilecimiento del taller, el campo
y la oficina. Y enmudece de vergüenza –que en este caso, es miedo torcido por
la norma- cuando también es sexo obligado, sin más pasión que la necesidad
perentoria del más fuerte. Asimismo calla el niño y el empobrecido; el negro y
el originario; calla el migrante y el mal pagado; el anciano y el inválido; el
desocupado, el trabajador informal, quien sólo conoce el polvo de las alfombras
persas, y el loco.
Tres.
Claro que la historia de toda
la sociedad hasta ahora es la historia de la lucha de clases, de las relaciones
de poder; del miedo y la rebeldía. Desde arriba, desde los pocos con tanto,
armados de municiones misteriosas, de egoísmo inagotable y oscuro como noche
cerrada; desde arriba, el puño del macho retocado en sus representaciones, sujeto
del capital y su movimiento; mistificado y multiplicado como deidad en los
medios de comunicación, los generalatos, los títulos y los titulares, la ley y
sus laberintos, cae pesadamente sobre la comunidad, revelando el pavor a perder
los privilegios. Por eso el miedo de los de arriba siempre sobreactúa. Es
violencia preventiva, lluvia atómica contra un pájaro. ¿Por qué? Porque el
miedo del dueño y del que manda, del macho cuya parentela ilustra los billetes,
proviene del desasosiego. Sabe perfectamente que el actual orden de las cosas
es normalidad inestable, falsa conciencia, ideología, tránsito depredador,
relaciones sociales con fecha de vencimiento.
En cambio el miedo de los
subalternos es corporal, hambriento, pura incertidumbre, frío como la luna. Sólo puede arroparse colectivamente.
Cuatro.
Claro que a estas alturas del
conocimiento socialmente producido y privadamente apropiado, las mediaciones
del miedo, sus máscaras alienantes tienen fondo de pantalla. Si nadie comprara
televisores, los que ordenan los impondrían ‘sin costo’en la habitación del 99
% de la gente. Ya se obsequian los periódicos mientras los aparatos de radio
yacen en las ferias de todos los pueblos. Y quien se acerca, mira o lee, deduce
la misma voz, los mismos mandamientos, los mismos auspiciadores. En algunos
lugares, hasta el fútbol millonario y las carreras de autos se transmiten
gratuitamente en el altar de la caja repetidora. Esa cuya luz propia no deja
ver.
Las mediaciones del miedo se
corresponden con la división del trabajo, con la pirámide de los explotados con
salarios más o menos infames. Con el grado de riesgo que comporta su capacidad
de consumo. Con el gerente, el jefe, el capataz, el empleado y su ayudante, el
del aseo, el de los mandados y el que abre y cierra la puerta. La mujer, al fondo,
rentado su trabajo por menos posibilidades de endeudamiento. La mujer
acuchillada como un bosque por la industria del papel. La mujer con la barriga
llena de peces muertos como el agua después de lavar la extracción voraz de los
metales en la montaña o en la pampa rota.
Cinco.
Claro que el miedo de muchos
es obsecuencia concreta, subordinación, disciplina, autocensura y vigilancia.
Horario de llegada y de salida. Si el capital mundializado se resuelve en el
casino de las bolsas de los que temen por los privilegios que tienen por perder,
entonces el uniforme y el peinado, el escote y el edulcorante, sincrónicamente,
es el mismo en todos los rincones.
La obsecuencia no es
abstracta. Es miedo en forma de silencio y rodillas mordidas, de gesto
exculpatorio. Es el aplauso al niño malabarista en el trasporte subterráneo. Es
la mirada sobre el hombro del más fragilizado por la expoliación y, a la vez,
la pleitesía obscena al que distribuye los cheques a fin de mes. La obsecuencia
maldice al vecino, al callejero, a las putas, los maricones; a los vagabundos
que duermen en la calle Riobamba, en el centro del microcentro de Buenos Aires,
que comen cebollas y que a un árbol junto al basurero público le han vestido
como si fuera un pino navideño y le han atado una bandera del país.
La obsecuencia es la
complicidad muda ante el castigo por encargo de las patotas sindicales contra
los trabajadores que luchan para que la vida sea organizada por la mayoría. El
mismo terror que fortalece y autoriza por ausencia al crimen funcional, a las
cifras oficiales, el reciente aumento del 100 % de la dieta de los senadores y
diputados de todas las bancadas, la especulación de los precios, la desigualdad
social, la concentración capitalista, los privilegios de la petrolera hispana
Repsol, el paso mortal de los químicos y explosivos de la megaminería, la ley
anti-terrorista contra la conciencia realizada en combate social y político de
los trabajadores y el pueblo.
Eso sí, el miedo tiene su
ruina en el momento de la rebeldía. Y la rebeldía su oportunidad cuando
adquiere unidad de sentido, dignifica a los desheredados, inspira a la
juventud, se monta sobre la historia desde el calendario popular, torna sujeto
al que ayer nada más era objeto, cliente y consumidor. Y cuando se arquitectura
como fuerza social transformadora, con proyecto, lúcidamente, que no iluminadamente.
La rebeldía es la crisis del
miedo y el desplazamiento de la obsecuencia.
Y la rebeldía tampoco es
abstracta. Es la voluntad colectiva necesariamente organizada para destruir la
opresión de clase y su movimiento que maximiza el beneficio a costa de
humanidad.
Y donde no existe rebeldía
sólo hay mansedumbre, fatalidad, cinismo.
13 de febrero de 2011
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